Tus viejas cintas de cassette y las lágrimas de San Lorenz

Una mirada en alguna parte que dice mucho, que dice demasiado. Una sonrisa que abre el baile. Una canción que suena, que hace retumbar, que se cuela en todos los tímpanos. Un pestañeo que esconde pasos. Un cuerpo frente a otro. Una pista de baile. Me acuerdo todavía como fue aquella noche, aquel baile que abrimos bajo la luna, y que al llegar el amanecer tuvimos que parar. Me acuerdo como no sabíamos bailar y sin embargo nuestros pies embrujados por la magia de las estrellas marcaban el ritmo, los pasos, los compases y tú y yo bailábamos sin saber que lo hacíamos , mirándonos a los ojos. Recuerdo perfectamente como olía a tierra mojada a lo lejos y me envolvía el olor de tu aftersafe. Recuerdo también que yo estaba nerviosa, poco más que tú, que habías cogido el traje de chaqué a tu padre, y yo llevaba un vestido que una amiga me dejó, y unos tacones que había cogido del armario de mi madre. Me acuerdo también que había luna llena o eso dijiste. Que el oscuro cielo de una noche de verano parecía que iba a arder. Que me enseñaste la osa mayor y me explicaste cientos de constelaciones que pese a conocerlas y saberme las historias y leyendas que encerraban de memoria, yo fingía no saber nada, y me hacía la sorprendida mientras ilusionado tú me las contabas y yo te escuchaba atenta, o bueno.... lo atenta que podía estar alguien frente a tu boca que se movía rápidamente. Y aquella botella de vino que trajiste junto con tus viejas cintas de cassette que tanto te gustaban, y la comida que me preparaste. Me acuerdo de todas las palabras que nos dijimos. Podrían descomponer en palabras cada frase de aquella noche que yo sabría volver a ponerlas en el correcto orden. Y me acuerdo como los truenos amenazantes de venir a por nosotros sonaban lejanos tentándonos a subir la música y a bailar para huir de todo. Como los rayos iluminaban como destellos nuestras facciones y podíamos ver las del otro y comprobar que eran exactamente iguales a como nos las habíamos imaginado bajo la penumbra que las estrellas nos regalaban. Y tus ojos que brillaban,¡ay lo que brillaban! Y yo podía leer en ellos lo que jamás había leído en ningún otro lugar y tu corazón que le sentía al lado del mio y latía el doble de rápido y el doble de fuerte. Y sentía la sangre correr por las venas, deprisa, tan deprisa que casi tenía miedo de que las hiciera estallar como habías hecho tú con mi vida. Tan rápido que quemaba mi piel desde dentro, que hacía que mi interior hirviera como cuando me acariciaste y mis mejillas se enrojecieron ruborizadas, mientras tú reías y yo echaba la culpa al vino. Y recuerdo tu mano en la mía, que también quemaba, como quema la nieve cuando la aprietas, cuando sin miedo la sostienes entre tus dedos. Y mis pies que huían de los tuyos mientras bailábamos. Aún recuerdo aquellos pequeños detalles, como el color de tu corbata, y el perfecto nudo que la retenía a tu cuello y que tu madre te había hecho entre paso y paso de baile que me habías contado que te había enseñado. Y el perfume nuevo que te habías comprado. Y la tarde que pase en casa de una amiga mía, de esas de toda la vida, mientras me arreglaba y decíamos estar estudiando a mis padres, y como escogí cuidadosamente los pendientes, el color de sombra de ojos que llevaría y el peinado. Era una noche tranquila, bonita, y el viento impetuoso, envidioso, acariciaba nuestra piel intentando desnudarnos, pero resistíamos como resisten dos torres que acaban siendo derribadas, pero pese a su fuerza y majestuosidad, el viento no era capaz de llevarse consigo cada bocanada de aire que inspirábamos, aspirándonos el aliento y la vida con él. Tú siempre fuiste un ladrón de guante blanco, de esos que con un beso se lo llevan todo, y aquella noche me dejaste vacía, te lo llevaste contigo. Y los tacones que llevaba que aquella noche parecían más altos, y con ellos rozaba las estrellas entre canción y canción, inmersa en ellas, sumergida todavía en el vino y su poder para quitarme los nudos de la garganta y desaflojar el tuyo de la corbata. Y San Lorenzo lloraba desde el cielo, emocionado, y recuerdo como pedí a una de sus lágrimas que la noche fuera eterna, y al menos en mi memoria, lo es. Meticulosamente recuerdo también cada silencio que no existía y en el que oíamos la vida pasar y nuestros corazones latir. Y como los nervios tensaban nuestros músculos y ya se encargaban tus cintas de cassette de relajarnos y mecernos con ellas. Y cuando cerramos los ojos imaginando cómo eran los miles de lugares donde queríamos bailar como aquella noche lo hicimos y donde nunca llegamos a hacerlo...

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