Cuando las cosas se acabaron.

Y el corazón crujió, por ultima vez, como la bisagra de una puerta antigua que acaba por romperse. Se desquebrajó dejando un cuerpo inerte a su paso. La sangre por sus venas iba perdiendo velocidad, frenando poco a poco, encharcando las cámaras ya rotas del corazón. Había perdido la capacidad de visión, y el olfato se había desvanecido como se desvaneció el último latido. El suspiro último que había exhalado, también se perdió. Se mezclo con el aire de fuera, creando en ella un vacío. 
Consumió su vida de golpe con aquella imagen en la que estabas en frente, besando a otra mujer. Sintió todo lo que lo que nunca había llegado a sentir en aquel instante, el último. Su sonrisa se torció y eso fue lo que más dolor me dio a mí. Recuerdo como andaba moviendo las caderas, cortando el aire a su paso, con su cintura. Como dejaba volar su cabello con el viento, que siempre le soplaba de cara. Y sonreía, y los hombres se paraban a mirarla, se giraban cuando ya había pasado. Era parecida a Atila, hubiera conseguido que un imperio entero la hubiese temido, conquistaba los corazones que se encontraba por su camino y en ellos tampoco volvía a crecer la hierba, como por donde pisaba Othar que sostenía en sus lomos siempre al rey de los hunos. Porque todo el mundo necesita poner un pie en algo sólido, aferrarse a alguien y yo lo hubiese dado todo porque ella no te hubiese elegido a ti como amarre porque como arnés valías muy poco. Tus palabras eran seductoras, tus promesas quebradizas, y tus ojos parecían dos pozos donde yo también me hubiese dejado caer, aunque eso nunca se lo dije. Y ahora camina ya sin ganas, con un cuerpo desalmado porque su alma vaga por ahí, por nosesabedonde aturdida, desorientada, sin rumbo alguno y yo la miro y mi alma se me cae a los pies, y te miro a ti y siento desprecio, odio, hostilidad... Pero luego, sonríes y sonrío. Y llego a casa y la veo sin arreglar, con las ojeras por los tobillos, y tentandole los cuchillos. Y no reacciona ya ante la música. Ya no baila ni se ríe. Ya ni llora. Ha cambiado el brillo de sus ojos por ojeras, sus gestos y muecas divertidas por una inexpresión desgarradora, que me está fatigando la vida. Ha estampado su  móvil contra la pared y ya no le importan las llamadas que antes tanto le preocupaban. Se ha dejado arrastrar por la tristeza, por la pena la decepción que se produce tras una traición de quien creías tu punto fuerte, tu apoyo, tu bastón; por quien lo hubieses dado todo. Después de un tiempo quiso buscarle, y quizás yo nunca la hubiera tenido que dejar hacer aquello, pero sentí que era algo que tenía que acabar. Y volvieron los llantos, las noches en vela y el tiempo era un suplicio, una tortura disfrazada de reloj, que no pasaba pero finalmente lo hizo. Acabaron los meses de tormento, una lista interminable de palitos dibujados a lápiz en un folio en blanco en los que se leían días en los que no te había visto sonreír, y hubiera jurado que había más de mil, pero eso ya acabó y aquella hoja quedó reducida a cenizas. Una mañana me levantaste, sonriendo, y sin decir una palabra te abracé. No entendía nada, pero tenías móvil nuevo, y no tardé en regalarte un pintalabios que nadie nunca hubiese besado, que no te recordase al sabor de otros labios y te diste cuenta de que el Sol estaba ahí, saliste a la calle, y el mundo te dijo que te había echado de menos, y prometiste no volverte nunca a enamorar, me diste la mano, sonreímos y supimos ambas que eso no iba a ser verdad...

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