Lejos

Que lejos estoy de casa, del sonido de tu talón descalzo contra el parqué. Qué lejos estoy de tu pecho sobre el que cada noche diluía las penas de mis días, donde me aferraba y sonreía sin saber nunca bien por qué. Lejos de los nervios que dejé escondidos en el cajón de mi mesilla, de aquellos que aceleraban mis pulsaciones cuando me anticipaba al sonido de tus llaves en la cerradura, y te sabía llegando antes de oírte. Qué lejos de aquellos labios que me hacían confesar. De tus torturas de algodón. Lejos de tus uñas y dientes. Lejos de los compases de tu voz. Del calor de nuestra cama. Del frío de la punta de tu nariz, de tus pies helados. Qué lejos de ti. Tan lejos que no existes. Que no me elevas. Que no me dueles.

Este mechero no prende. Por fin. La llama me alcanza el alma entrando por mi boca. Ardo en mi propio infierno. Te veo vestido de rojo como Satán. Si cierro los ojos, me sabes a él, me besas deprisa y vuelves a estar cerca. Trataré de no verte nunca más en la parte baja de mis párpados. No pestañearé si hace falta. Que se me sequen los ojos. Que se me caigan hasta quedarme sin vista. Hasta olvidar tu rostro. Hasta que se me olvide también cómo hueles, cómo suenas, cómo se resbalan mis dedos por tu piel y se quedan fijados al final a ti. Hasta que me olvide de ti. 

¿Qué lleva esto? Me estoy mareando. Me está subiendo. Camino al cielo. Fumando hierba. Descubriendo atajos. Haciendo trampas, como siempre. Nos vemos cuando baje. Me pincho el brazo y no lo siento. Entre la vena y la piel está el camino hacia el Edén. Cada vez tardo más en abrir los ojos. El tiempo se detiene y explota el horizonte ante mí. Como un día hiciste tú. Superviviente a ti, cariño, al fin del mundo y a la mierda que me meto. No me pidas más. Nunca he sabido hacer más que besarte los labios y proclamarte dueño y señor de los míos. Soñar despierta con que te quedabas y pedirle a Dios, hacerte feliz. Nunca he sido más capaz que cuando te tenía en frente y el corazón se me salía del puto pecho. Que cuando no sentía miedo y no hacían falta drogas para que pasasen las horas. Nunca he sido más feliz que cuando me recostaba en tu hombro en silencio y oía de lejos al reloj temblar, recorriendo las agujas sus caminos, sin detenerse nunca a llorar. Y pasaba el tiempo. 
Y ahora lejos de todo aquello, no soy capaz de llorar. Sigo fumando. Tendida en el suelo de cualquier lugar. Mirando al cielo y uniendo estrellas como puntos para verte reflejado en ese mar. Y créeme si te digo que no es adrede, que te llevo tatuado en la piel, cargando heridas que no supe cerrar y hoy creo que es mejor huir.

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