Porque se fue.

Estaba sentada en la silla, con una postura un tanto incómoda, sin atender a la clase y preguntando en todo momento la hora, hasta que llegó. Sonó el timbre en el pasillo y me apresuré a recoger lo poco que me quedaba en la mesa, mientras buscaba con la mirada la puerta. Bajamos deprisa hasta el patio, y más rápido aún, salí hacia la calle mientras me recolocaba el uniforme. El primer paso que di una vez fuera, fue delicado pero decidido. Bajé la calle corriendo, sin despedirme de nadie, esquivando los coches de los padres de mis compañeros que muy a su pesar habían venido a buscarlos. Me agarraba la falda como podía, porque mientras corría se me abría. Había adelgazado y se me caía.
Llegué a la rotonda, y con cierto cuidado, crucé por ella, cambiándome de acera. Sólo una me llevaba a la estación, y no me importaba en absoluto lo que las chismosas de las madres pudiesen decir al verme correr entre sus coches así, cruzando de mala manera; Ni me importaba lo que mis compañeras pudieran pensar de mí y de las formas 'propias para una señorita' que tenía que cumplir de acuerdo con el protocolo. No me importaba nada más que llegar a tiempo. Corrí como nunca lo había hecho, hasta que vi la estación. Allí estaba, ella no se iría.
El reloj de la torre central marcaba poco más de las tres y cinco. Entré como pude, jadeando, como aspirando el aire entero. Tenía que bajar a bajo, a las dársenas. Baje empujando a gente a mi paso. Arrasando. Hasta que le vi; entonces no supe que hacer, me quede inmóvil, como si la certeza me hubiese azotado de repente, como el incrédulo ante su Dios, como si hubiese ido corriendo impulsada con la esperanza de no verle. ¿Qué irónico no? Iba allí por él, y sin embargo lo hubiese dado todo por que no hubiese aparecido, por no haberle visto subir a ese autocar que le llevaría lejos, muy lejos. Y el tiempo que me faltaba ahora me sobraba, me ahogaba. Sus ojos no entendían lo que veían. Él tampoco esperaba verme allí, empapada en sudor y lágrimas. Comiéndome mi orgullo. Mordiéndome los labios. Y pasó lo que tenía que pasar: le leí en los labios un adiós, pero está vez desde lejos, no en braille. Un adiós sin retorno. Y una lágrima cayó desde sus ojos hasta el suelo, quebrándose, haciéndose añicos como yo. Resbalándose en su mejilla como me pasaba a mí cuando se la besaba. Podía saber el sabor y el olor de esa lágrima a distancia. Nunca le vi llorar. Fue el último regalo que me hizo. Mi orgullo, mi corazón, tanta distancia por una lágrima. Por ver cómo se podía desquebrajar una vida entera y dividirse en dos vacías. Pude leer en esa lágrima lo que hasta el día no sabía. Pude adivinar tantas de golpe..., pero no como cuando te das cuenta de dónde encajan las piezas del puzle, no, sino como cuando un jarrón precioso se rompe en mil piezas, en mil pedazos y sabes que no hay solución, ni pegamento alguno que una todas las partes.
Yo estaba inmóvil, me sentía cómo superman frente a la kriptonita, tan vulnerable, que dolía. Mientras, él, andaba despacio hacia el maletero del maldito autocar, como mostrando que era una decisión consciente y premeditada, pero no fácil. Como si lo que había corrido para llegar a verle, nos pesase más de la cuenta a los dos.
Ningún reloj daba la hora en aquel instante, como paralizados. Por cuestiones éticas, de respeto a nosotros. Y las flores no olían por el mismo motivo. Y no llovía pero el Sol, no se atrevía a secar su lagrimita de cristal del suelo. Le veía marcharse, y no hice nada. Quizás porque en el fondo sabía que era alargar lo inevitable, hacerlo más duro. No hubiese servido de nada. Ante mi atenta mirada, empapada, podía observar como la arena que intenté agarrar, se me escapaba entre los dedos y no podía hacer nada. Solo me miró una vez más, y fue justo después de acomodar su maleta en el maletero. Justo cuando colocaba el pie en el primer escalón para subir al autocar y marcharse para siempre. Fue una mirada cargada. Una espina. Una lanza. Una bala envenenada en melancolía, en dolor. Con todo mi ser como orificio de entrada, pero sin ninguno de salida. Pudriéndome por dentro. Y rompí a llorar del todo, intentando calmarme mientras apretaba los dientes, intentando disimular, pero me conocía mejor que nadie y yo sé bien que si él no vino a despedirse, fue porque el abrazo de despedida, el deseo de que todo me fuera bien, me lo dio con aquella última mirada, dejando millones de recuerdos anclados a un lugar del que tenía que huir, que marcharse, y eso jamás podré echárselo en cara. Yo nunca hubiese tenido el valor suficiente para hacerlo. Para subirme a ese autocar y marcharme para siempre.
Sé que cuando se subió a él y no se giro para verme, fue porque lloraba, porque él tampoco pudo aguantarlo, y no fue por no volver la vista a lo que a partir de ese momento sería el pasado, aunque si sé que él así le hubiese gustado que yo lo hubiese creído, aunque no pueda hacerlo, y aunque seguramente en el fondo el sepa que no lo hago.
Cuando el autocar arrancó, en el momento exacto en el que el motor dio la primera revolución, los relojes volvieron a la vida, pero no yo. Cuando se largó de allí, algo quedó roto para siempre en mi sonrisa, las lágrimas eran ácidas y quemaban mi rostro, y empezó a llover, y su lágrima intentó pasar desapercibida entre los lunares que el cielo estampaba conmigo en el suelo. Las flores murieron ahogadas, y mi reloj... Bueno, mi reloj no volvió a dar nunca la hora.

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